Shanghai es mucho más impresionante que NY y le triplica la población |
Cuando la URSS y con ella la Europa del este se vino abajo se anunció a bombo y platillo el fin del comunismo, y se nos dijo que el capitalismo neoliberal era el final de la historia. Ufanos y envalentonados los capitalistas comenzaron los recortes de los históricos derechos sociales y económicos que se habían logrado implementar en Europa occidental y, a su manera, en EE.UU. El final del comunismo en Europa se utilizó para desmontar el estado del bienestar de postguerra, y entronizar al capital como amo y señor del mundo. Aquello coincidió con la transición de un capitalismo productivo e industrial hacia un capitalismo financiero y especulativo, que llamamos el neoliberalismo. El viejo mundo se vino abajo, no solo en la URSS sino también en el planeta keynesiano.
Alabaron a Gorbachov como artífice de tal hecatombe y condenaron a Deng Xiaoping por no haber seguido su ejemplo. Pero los chinos tenían su propia hoja de ruta, que no coincidía con la hoja de ruta de Wall Street ni de Washington. Los capitales norteamericanos y occidentales optaron por las deslocalizaciones de sus empresas hacía China con la intención de exprimir las ganancias a costa de la explotación de la mano de obra china, pero también de la desindustrialización de sus propios países. Nunca fue tan cierto como en ese momento aquella frase de Marx de que el capital no tiene patria.
Pero los comunistas chinos tenían su propio plan, que consistía en dejarse penetrar por el capital norteamericano hasta alcanzar un nivel óptimo de desarrollo económico y tecnológico. Y así se hizo. Cuando China fue admitida en el seno de la Organización Mundial de Comercio en diciembre de 2001 la historia comenzó a cambiar. China seguía siendo entonces el taller del mundo, pero ya estaba comenzando a ser el principal país industrial e iniciando una carrera de éxito hacia un desarrollo tecnológico sin precedentes por la rapidez y el alcance logrado.
Entonces China dejó de ser una colonia de mano de obra barata para las industrias occidentales deslocalizadas en la propia China, y bajo la dirección del PCCh en dos décadas se situó como segunda potencia económica mundial, y en este último quinquenio se desarrolló de manera aun más vertiginosa. EE. UU. teme a China y tiene razón para temerla, porque China se ha convertido en una potencia global y su economía tiene un dominio casi absoluto en la propia Asia, pero también, y esto es muy importante, en África y en Latinoamérica.
EE.UU., que siempre ha contemplado su política exterior desde la óptica de suma cero, es decir, lo que no les pertenece a ellos es enemigo de ellos, ya siente que su país va a ser relegado como potencia hegemónica única, y va a tener que pelear su lugar bajo el sol con otros países emergentes, en primer lugar, China. Sin duda EE.UU. seguirá siendo una potencia global, pero no será la única potencia global, posición que ha disfrutado desde la caída de la URSS en 1991.
El enemigo ahora no es un sistema poderosamente militar con una economía en ruinas, sino un comunismo con una economía muy solvente que ya supera a EE.UU. en multitud de datos macro y microeconómicos.
El papel del Estado es fundamental en todo ello. La política gobierna a la economía en China al contrario que en la UE y en EE.UU. en donde son los oligarcas financieros los que gobiernan a la política. Y, por cierto, en este sistema de oligarcas financieros la democracia brilla tanto por su ausencia como en cualquier otro sistema.
El sector público representa entre el 80 y el 90% en las áreas estratégicas de la industria pesada, la energía, las infraestructuras, el armamento y funciona bajo la directriz de un plan quinquenal. Además, el Estado posee el 55% del capital de todas las empresas. 17 de las 20 primeras empresas son estatales. Los cuatro bancos más grandes del mundo son bancos estatales chinos. En la economía del conocimiento los chinos van a la cabeza de todos los países incluido EE.UU. El 70% de los ingenieros de las empresas norteamericanas son chinos y trabajan temporalmente en California, pero retornan a su país al cabo de unos pocos años. El chino medio cobra en términos de paridad de poder adquisitivo 21.250 $, por los 7 mil que se gana en India.
La esperanza de vida es de 78,2 años, por encima de la de EE.UU. que es de 76,1. La tasa de escolarización en primaria es del 100% y del 97% en secundaria. La OCDE estimó en 2018 que el sistema educativo chino es el mejor del mundo. El 90% de las familias urbanas son propietarios de su vivienda, y en el campo son el 100%. En EE.UU. es el 64%. El seguro de atención médico alcanza al 95% de la población. Nadie se queda tirado a la puerta de un hospital por no tener seguro médico como le ocurre en EE.UU. a decenas de millones de personas. La mayoría de los medicamentos que se consumen en el mundo están fabricados en China. El 41% de los ingredientes farmacéuticos acticos (APIs) están fabricados en China (EE.UU. el 3%).
Una industria de alta tecnología como es la de los teléfonos inteligentes tiene en China un ejemplo alternativo a seguir, para desmontar el poder de los oligarcas de Apple, de X y de los otros mastodontes del capital hipercentralizado que gobierna en el mundo occidental. Se trata de la compañía de telefonía Huawei, ante la que se conjuran todas las fuerzas de la oligarquía estadounidense, porque esta compañía es puntera tecnológicamente, pero funciona con criterios democráticos mucho más solventes que las norteamericanas. Huawei tiene 150.000 trabajadores lo cuales controlan el 98,6% de las acciones, siendo el restante 1,4% de la dirección de la empresa. El paquete de acciones de los trabajadores no se puede vender en el mercado.
China está a la cabeza en la implementación de acciones para contener el cambio climático, mientras los norteamericanos acaban de poner a un presidente negacionista con ínfulas imperiales medio analfabeto, rodeado de una cohorte de iluminatis que van amenazando al mundo, aliados y enemigos, hasta veremos dónde.