El insularimo es una patología de la política canaria, auspiciada por los grupos de poder de Gran Canaria y Tenerife. Junto con el caciquismo, la dependencia y atraso económico, y la falta de un proyecto autónomo marcó la historia contemporánea de Canarias. Su esterilidad imposibilitó alcanzar una plena autonomía desde comienzos del siglo XX, y nos relegó al vagón de cola de las autonomías en el periodo constituyente 1978-1983. El insularismo ha construido una serie de mitos, tras los que ocultó su incapacidad de ver el mundo más allá de la punta del muelle.
El insularismo tinerfeño se construyó sobre el levantamiento de una serie de mitos. Los principales fueron destacados jefes militares y, curiosamente, ninguno tinerfeño o canario. En la edad contemporánea el primero de todos es el General Gutiérrez. Mito fundido con el del Almirante Nelson, para mayor gloria del primero. Pero no nos ocupamos en esta ocasión de Gutiérrez, de quién por otra parte hay una hagiografía abundante, que algún día habrá que revisar con un planteamiento de historia crítica y seria. Mientras tanto, una novela histórica de Miguel Angel Díaz Palarea nos aproxima desde el punto de vista desmitificador y con sentido del humor. Su libro lleva el ingenioso título de, Entre piratas. Contralmirante Nelson y el General Gutiérrez en las Islas Canarias.
El segundo militar, no por orden de importancia en la mitología insularista, fue el fascista/golpista Capitán General de Canarias, García Escámez. Ocupa un lugar muy destacado en el panteón del altar patrio tinerfeño. Tener la Capitanía General ubicada en Santa Cruz no es un elemento ajeno a tal asunto.
El tercero fue Capitán General de Canarias, Cuba, Filipinas y Cataluña, además de ocupar distintos cargos ministeriales durante varios gobiernos, y asiento en el senado de manera vitalicia por designación real. La reina regente María Cristina de Habsurgo Lorena le concedió un marquesado con el título de Marqués de Tenerife en 1887.
Weyler es el nombre de la plaza central de Santa Cruz, puesta en su honor por haber impulsado el edificio de la Capitanía General, también del Gobierno Militar de Las Palmas, aunque allí el parque que lo custodia no lleva su nombre, sino el de San Telmo.
En Cuba, su nombre es asociado a la construcción de los campos de reconcentración de la población civil, y sinónimo de desgracia, muerte y destrucción. En Filipinas y Cataluña una calle lleva su nombre, así como en Palma de Mallorca, su ciudad natal, pero en ningún lugar su figura es tan central, y tiene un reconocimiento tan formidable como en Tenerife.
Toda esa parte de la historia del General es más o menos conocida, y su figura como elemento de construcción del imaginario del insularismo tinerfeño, aparece a ojos de sus defensores de manera impoluta. Weyler, héroe y militar insigne, luchador denodado por la patria. Valeroso y aguerrido. Portento de virtudes. Sin embargo, fue retirado de la guerra en Cuba ante la mala dirección de las operaciones militares bajo su mando.
Una vez de vuelta en la Península pedía 50.000 hombres para invadir Florida, y derrotar a los norteamericanos. El gobierno no le tomó en serio semejante fanfarronería y, aún queriendo, tampoco hubiera podido armar una expedición de 50.000 hombres para invadir los EE.UU. Pero este militar vivía en la irrealidad, igual que la mayoría de los militares que formaban la oficialidad del ejército español de entonces. Siempre prestos y valientes para llevar a cabo guerras civiles contra su pueblo desarmado, pero incapaz cuando debían batirse contra enemigos bien dispuestos.
Y de esta estirpe es don Valeriano. No podemos decir que tuviese una responsabilidad determinante en la derrota contra los EE.UU. en 1898, porque de todas formas, con su participación o no, el resultado hubiese sido igual. Pero sí que su engrandecimiento se haga ocultando hechos que son conocidos desde hace más de 120 años, aunque, sin embargo, han permanecido bien custodiados para no mancillar el honor de uno de los referentes esenciales del insularismo tinerfeñista.
Weyler no es más que la expresión común y corriente de la mediocridad de la casta militar de finales del siglo XIX, y de buena parte del XX. Y, en muchos casos, esa mediocridad se manifestó en torpeza evidente, a la vez que en desprecio de los hombres a los que mandaba. “El soldado español es el mejor del mundo, come poco y marcha bien”, había dicho. Ciertamente, que el soldado español, hijo de campesinos analfabetos, era tratado con todo desprecio por sus superiores, en una actitud permanente de clasismo exacerbado.
Se jugaban la vida de esos soldados famélicos, obligados a servir en las guerras coloniales, con total desprecio. Weyler flotaba en una superioridad engreída, que no respondía al intelecto del personaje. Con su elitismo, y desprecio de los que estaban bajo su mando, cometió una imprudencia criminal, merecedora de un castigo en toda regla que, por supuesto, nunca recibió.
Estando Weyler en Madrid, durante la fase final de la guerra contra los EE.UU., conoció a un supuesto doctor alemán, que en realidad era un espía americano, de nombre Edward Breck. El tal espía, había podido llegar a las cercanías del poderoso general, y entablar amistad con él, tras primero haber conocido a su hijo Fernando Weyler, también militar, mientras viajaba en tren hacía Madrid, procedente de Francia.
Valeriano Weyler, sin tomar precauciones sobre un extraño que acababa de conocer, lo adopta y lo introduce en su círculo más cercado en Madrid, compuesto por otros generales, y altos políticos cercanos al gobierno. Delante del espía habla abiertamente sobre posiciones militares. Además, le da una carta de recomendación, para que pueda moverse con su aval por todo el país. Así, le abre las puertas para reunirse con jefes verdaderamente sensibles en aquel momento. El principal fue nada menos que el Almirante Cámara, que era el responsable de llevar a cabo la defensa de la Península si los EE.UU. se decidían por atacarla. Y claro, el espía, armado con la carta de Weyler, no desperdició la ocasión de ir a ver a Cámara a su barco anclado en la bahía de Cadiz, y sacarle toda la información que pudo.
La posesión de la carta en la que Weyler le da protección, fue usada para inspeccionar de cerca todas las defensas que se habían montado para repeler el ataque norteamericano. Desde San Sebastián hasta Cádiz, pasando por Barcelona, Valencia y Cartagena. El jefe de jefes, Valeriano Weyler, había sido engañado de la manera mas simple e infantil que se pueda imaginar. Con tales jefes, no habría enemigo que no pudiera derrotar al ejército a cualquier lado que fuese, Caribe, Filipinas o Marruecos.
Convertirlo en símbolo del insularismo tinerfeño retrata lo mal que andaban de ideas sus promotores.
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Fotografías tomadas por el agente norteamericano Edward Breck gracias a la inestimable colaboración del General Valeriano Weyler, Marqués de Tenerife, símbolo del insularismo patrio.