Un recuerdo personal de Antonio Abdo

El otro día nos dejó Antonio Abdo. Muchos han escrito sobre su contribución al teatro en Canarias y, en especial, en La Palma. Por la prensa me enteré de que había nacido en Los Realejos, aunque para mí era un tacorontero, como mi familia. 

Sus orígenes paternos eran libaneses, igual que mis abuelos. Y tenía tienda de ropas y telas, como mis abuelos. Más allá estaba el comercio de Israel, que no tenía nada que ver con Oriente Medio, pero que no dejaba de ser un guiño de la vida. Y en mi casa, que era la de mis abuelos, esa que desde hace unos años permanece derruida en el centro de La Estación, sin que a sus dueños ni al ayuntamiento parezca importarle, Antonio era una figura muy cercana. 

Recuerdo verlo pasar, a su bola. En mi imaginario adolescente era de esas personas que influían desde la lejanía, sólo con su imagen, y con su inconfundible voz de actor y de recitador excepcional. Pasaba de vez en cuando por la tienda de mi abuelo para saludarlo, y luego se alejaba a las cosas de su vida. Su voz quedaba retumbando entre las paredes del comercio. 

Mi madre me dijo en alguna ocasión que a ella le gustaba el teatro, y que había participado en algunas obras que se representaron en el flamante cine Capitol, en los años cincuenta. Entre otras, La chica del gato, de Carlos Arniches. Mi madre y sus hermanos, y hermana, de adolescentes compartían escenario con Antonio Abdo. También maestra de interpretación, que era Otilia López Palenzuela. De eso no tuve noticias hasta muchos años después, pero hace muchos años ya. 

De pronto, un día vi que Antonio Abdo caminaba acompañado de una mujer muy moderna para los estándares del pueblo de entonces. Y, finalmente, le perdí la pista, coincidiendo con su marcha a La Palma con su Pilar Rey. 

Muchos años después vi a Antonio Abdo en algunos actos culturales, normalmente recitando poesías, que leía maravillosamente. Pero no podría decir qué poemas y en dónde, hasta que un día de comienzos del siglo XXI estaba en una caseta en la Plaza de La Candelaria en Santa Cruz, a media tarde. Yo venía de tomarme un café en el bar Atlántico y de leer el programa de los actos. Me acerqué a escucharlo, pero también a saludarlo y presentarme. 

Era una pena, la caseta no estaba llena. A pesar de que había muchas sillas sin ocupar en la parte delantera, los primeros estábamos sentados de la mitad hacia atrás, tal y como solemos hacer los canarios. Creo que cualquier psicólogo social achacaría esa conducta a nuestra mentalidad colonizada. En cualquier caso, como el inicio se demoraba, quizá esperando a que llegasen más personas, me levanté y me acerqué a Antonio. Le comenté que era hijo de Fina Hayek, nieto de José, don José, como le decían en el pueblo. Tras reconocerme me dijo que era muy amigo de mi familia, que se alegraba de verme y que les diera saludos a todos, cosa que no recuerdo haber hecho hasta muchos años después, si acaso. 

Comenzó el recital y, tras algunas impresionantes lecturas de poemas de García Cabrera, arrancó con uno, brutal, titulado Pesadilla. Un poema en el que se describe el registro que los militares llevaron a cabo en su casa, la casa de sus padres y de sus hermanos. El poema es un crescendo de dramatismo que pone los pelos de punta, y eso fue lo que me ocurrió. A mi altura, pero en otra fila de butacas, se había sentado una mujer. Cuando la miré en ese instante vi que le salían lágrimas en silencio. Al terminar el recital aún sentía el cuerpo agitado. Me despedí de lejos y me fui. 

Pasaron muchos años, muchos, veinte quizá, y no había tenido más noticia y recuerdo de Antonio. Y en eso, Juan Carlos Tacoronte, actor simpatiquísimo y bastante conocido en la isla, nos invitó a un grupo de personas a disfrutar de los fuegos artificiales de las fiestas del Cristo de 2022, en su casa de la montaña de San Roque. Un frío que pelaba. Esas noches traicioneras de Aguere de las que uno no aprende, y siempre te coge con menos ropa de la debida. Tras un buen rato aguantando la ventolera y la inclemencia del viento en la montaña, uno de los invitados nombró a Antonio Abdo. Le dije que lo conocía, que era amigo de mi familia. Él era su sobrino. 

Me dijo que quería llamarlo para que hablara conmigo, que seguro que se iba a alegrar. Mi negativa no tuvo éxito. Total, que de pronto me vi explicándole a Antonio quien era yo, y tras identificarme ya no paró de hablar. Me preguntó de todo, por todo. Incluso tuvo tiempo de recordarme las discusiones futboleras que tenía con mi tío Miguel, un culé de pro, porque él, Antonio, era del Madrid. Y ahí, por sorpresa, volví a conectarlo, ya, por última vez. La semana pasada nos dejó. Ya sé que su obra fue grande en La Palma y en las islas, un referente, sin duda. Para mí, sin embargo, Antonio, a pesar de todo eso, es la imagen de Tacoronte hace muchos años, de cuando yo era adolescente.

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