Clasismo, nacionalismo y posmodernidad

Una de las claves de bóveda de cierto pensamiento posmoderno (aclaro que hay posmodernos para todos los gustos y que no se puede hacer una lectura reduccionista de esas posiciones) estimaba que dos de las ideas fuerza del pensamiento moderno habían pasado a la historia. Una era la idea de clase social. Decía que la clase media llegó para sustituir a la sociedad fracturada en clases antagónicas y que, en consecuencia, si en el pasado eran pertinentes los análisis de clases, y con ellos las políticas que ponían el acento en la clase social, ese tiempo ya no estaba entre nosotros. No cabe duda que tal análisis enterró precipitadamente la cuestión de la clase social, y que hoy, tras ocho años de crisis económica con sus respectivas secuelas, nadie duda de la existencia de una sociedad fracturada en clases. Warren Buffet, el mayor accionista y director ejecutivo de Berkshire Hathaway, poseedor de una fortuna personal estimada en 74,000 millones de dólares, dijo en 2011, “la lucha de clases sigue existiendo, pero la mía va ganando”. Estaba siendo mucho más claro que los teóricos sociales que inventan teorías para difuminar la realidad, subvencionados, en algunos casos, por las generosas donaciones procedentes de gente como Warren Buffet. No cabe duda que la clase sigue existiendo, aunque muchas características de su composición hayan sido transformadas por los avances de la tecnología, las deslocalizaciones industriales y la terciarización de la economía. Los millones de proletarios (industriales) que han desaparecido de Europa, los encontramos de manera multiplicada en China, India, México, Brasil y otros tantos lugares. Aunque si bien la clase no ha desaparecido, la conciencia de clase sí lo ha hecho, al menos en el primer mundo. Pero el primer mundo no es todo el mundo. El eurocentrismo muchas veces ha terminado por confundir a los científicos sociales, incluidos los padres fundadores de la sociología.

La otra idea fuerza que ciertos posmodernos creían que había sido superada por la era posmoderna era la de nación, y con ella el nacionalismo. Dijeron que la época de los estado-nación llegaba a su fin, y formas superiores de organización política vendrían a sustituirlos. Se arguyó que la construcción de bloques regionales al estilo de la UE anticipaban el final de las naciones y de los nacionalismos. Esta apreciación fue tan apresurada como la señalada anteriormente. Los nacionalismos no han desaparecido y los estados-nación tampoco. Ambos se han fortalecido incluso en la propia UE. Los símbolos nacionales nos rodean por todas partes. La banderas ondean en multitud de edificios, los espectáculos deportivos alardean de nacionalismo, las televisiones, la escuela, los periódicos y las radios continuamente usan lenguaje nacionalista para analizar la realidad. El nacionalismo difuso está en todas partes, es lo que Michael Billing llamó El nacionalismo banal (1993). Incluso, no es sólo en los estados-nación en donde el discurso nacionalista está a la orden del día. También en las naciones sin estado, tal como nos muestran los casos de Cataluña, Euskadi, Escocia, Lombardia, Valonia, Canarias, Baviera, Bretaña, Occitania, Gales, Irlanda del Norte y tantos otros. Por no nombrar las naciones que se convirtieron en estado-nación tras el final de la guerra fría, tales como Eslovaquia, Eslovenia, Lituania, Estonia, Letonia, Bosnia, Croacia, etc. y que desdecían desde principios de los noventa el discurso del fin de los nacionalismos.


De momento, por tanto, ni la clase ni la nación han pasado a mejor vida, lo que nos lleva a la cuestión de cómo interpretar ambas en el mundo posmoderno. Parece que tienen una vida espléndida y estarán entre nosotros, incluso cuando nosotros ya no estamos aquí para testimoniarlo. Si bien la clase está en horas bajas en cuanto a la conciencia que de la misma tienen los concernidos, no pasa igual con el nacionalismo. Este se encuentra en buen estado de salud. Y no está mal que así sea. Los procesos de concentración de poder por arriba, en los que los estados-nación ricos se alinean con el capital financiero y las grandes superestructuras mundiales (FMI, BM, OCM, etc.), debe tener como contrapoder, además de a la ciudadanía global, a las naciones sin estado, y los estados-nación de los pueblos emergentes, como de hecho sucede en muchos países latinoamericanos en la actualidad. La posmodernidad es también la defensa de la diferencia y de los distintos, por eso se ocupa de los derechos de las mujeres, de los inmigrados, de las minorías sexuales y de las minorías nacionales que  son entre otras preocupaciones, piezas claves para profundizar la democracia y las políticas del bien común.

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