La relación que mantiene la sociedad actual con el trabajo es contradictoria y desesperante. Desde hace ya muchas décadas los avances en la tecnología de la producción tenían que haber conllevado una drástica reducción de la jornada laboral al menos a la mitad de horas. La sociología estimaba que para finales de los años sesenta, en los países desarrollados, la jornada laboral podía establecerse en 20 horas semanales. Luego vino la crisis financiera de 1971 y la energética de 1973, y la consecuencia casi inmediata fue ajustarle las tuercas a las asalariados. Se preparó así el asalto al estado por parte de los neoliberales, que consumaron con su llegada al poder en Gran Bretaña y los EE.UU. en 1979 y 1981.
Los avances en la robótica y la informática continúan. La producción de mercancías para el mercado mundial está robotizada de manera creciente y masiva. En EE.UU. desde 1900 a la actualidad la población dedicada a tareas agrícolas se redujo del 40% al actual 2%, lo que no obsta para que siga siendo la primera potencia agrícola en muchos productos, gracias a la aplicación de la automatización entre otras razones (química, etc). Y tras la segunda guerra mundial EE.UU. pasó de tener un 41% de población empleada en el sector industrial a tener hoy menos del 20%. La pérdida de población industrial está asociada también a las deslocalizaciones, pero sobre todo al efecto generado por el desarrollo de la robótica e informatización del proceso productivo, las nanotecnologías y biotecnología. Los datos norteamericanos son extrapolables al conjunto de países de la OCDE (http://www.oecd.org/centrodemexico/laocde/), y desde luego al conjunto de la UE. Estos procesos han impulsado la productividad en todos los sectores económicos a cotas estratosféricas. Cada año millones de trabajadores son expulsados del trabajo pero la productividad aumenta de forma exponencial. En EE.UU en 2004, mientras un millón de trabajadores abandonaron el mercado laboral, la productividad laboral aumentó un 4,7% (El fin del trabajo, J. Rifkin) En Gran Bretaña, en 1950 la hora de trabajo generaba una productividad media de 7,8 dólares, mientras que décadas después esa hora generaba 28,7 dólares (al valor de 1990). (A.Maddison, The World Economy. A Millennial Perspective). La estimación que hace Jeremy Rifkin para 2050, es que sólo se necesitará que trabaje el 5% de la población adulta para todo el sector industrial. “Las granjas, fábricas y oficinas casi sin personal serán la norma en todos los países”.
Los datos al respecto son fáciles de encontrar desagregados por países, regiones, continentes, etc. Todo nos lleva a la misma conclusión. Se produce mucho más con mucha menos mano de obra. La gente se pasa la vida yendo a trabajar, por lo general a ocupaciones que no le satisfacen ni le interesan, o bien se encuentran en el lado de los que no tienen trabajo, y se pasan la vida buscándolo para desempeñar oficios que sólo les interesa por el valor monetario que le reporta. Finalmente, entre ambos, o formando parte de los dos tipos, se encuentran los que tienen miedo a perder el trabajo o miedo a no encontrar un trabajo, viviendo en esa angustia vital la mayor parte de su vida.
Nos encontramos entonces en ese dilema de no querer trabajar cuando trabajas, y querer trabajar cuando no trabajas. De ninguna de las maneras nos encontramos desalienados. Hoy suena de loco decir que el trabajo no nos interesa, porque la situación se ha puesto tan dramática que hemos llegado al punto de ser completamente dóciles en este punto. Estamos dispuestos a coger lo que nos quieran dar, al precio que mejor les convenga. Por ello le daremos las gracias. Pero justo en ese momento ya comenzaremos a maldecir las penurias que el desempeño de ese trabajo nos produce. Agotamiento, repetición, estrés, cambio de humor, salario de miseria. En suma, insatisfacción. Paralelamente la productividad seguirá creciendo de manera imparable, y el trabajador contribuirá a ello, pero luego no recogerá los dividendos del esfuerzo. El capital lo devora. Engulle a sus peones y sale fortalecido después de cada panzada. Todo esfuerzo que aumenta la productividad se vuelve inmediatamente contra el trabajador que lo lleva a cabo. Los descubrimientos científicos-tecnológicos retornan como un bumerán contra los asalariados. Si no es porque el diablo no existe se podría pensar que está detrás de todo esto.