¡Pobre Trotski!

León Trotski es una figura excepcional. Un gigante del siglo XX. Sobre todo ha pasado a la historia por ser, junto con Lenin, el artífice principal de la Revolución Rusa. Más que el propio Lenin, fue el líder de masas en el que se reconocían los obreros, soldados y campesinos del soviet de Petrogrado. Su trágico final es la parte más conocida de su vida. Asesinado por un sicario español al servicio de Stalin, su cabeza quebró bajo el golpe de un piolet de montaña. 

La vida de Trotski es una verdadera aventura. Muchas vidas en una sola. Desde joven destacó por ser un magnifico escritor. Hasta que adoptó el seudónimo con el que pasó a la historia, se le conocía con el nombre de Pluma, por la excelencia y brillantez de sus escritos. Su pasión por la revolución y su personalidad arrolladora, lo llevó a tener siempre un punto de vista propio y original, sobre los sucesos que acontecieron desde la revolución de 1905, y la creación del primer soviet de Petrogrado, hasta su trágico final en agosto de 1940, en la ciudad mexicana de Coyoacán.

El relato de su vida, que él mismo escribió de manera sobresaliente bajo el conciso título de Mi Vida, es una obra literaria de primer nivel, además de ser un análisis brillante y acta notarial de la historia de Rusia desde 1879 hasta 1929. Tras ser expulsado de la URSS en 1929, comenzó a editar la Historia de la Revolución Rusa, una magna obra digna de ser leída por todo aquel que viva la política de manera pasional. Su enorme obra política, llena de ensayos luminosos, admoniciones y previsiones sorprendentes, concluyó con la biografía de quien fue su enemigo político principal, y a la postre su asesino, José Stalin. 

La biografía definitiva sobre este personaje fue escrita en una trilogía vibrante, llena de ritmo y análisis político e histórico, por el historiador polaco Isaac Deutschter. Bajo el título genérico de El profeta, dividió la vida de Trotski en tres intensos momentos, que denominó como: I.-El profeta armado; II.-El profeta desarmado; y III.-El profeta desterrado.

La intensidad de la vida de Trotski está también teñida de errores de alcance histórico. El principal de ellos, a mi juicio, fue el no haberse hecho con el poder, cuando pudo hacerlo a la muerte de Lenin. Entonces era la figura indiscutida y con más poder que existía en la URSS. El ejercito Rojo, que él había creado, le profesaba obediencia y respeto. El inmenso prestigio que aún atesoraba entre el pueblo ruso, que lo identificada como el preferido de Lenin y el líder del soviet de Petrogrado, le hubiera bastado para convertirse en el continuador de la obra revolucionaria de la que era uno de sus creadores fundamentales. Un segundo error fue su inmensa soberbia y seguridad en sí mismo, que lo llevó a denostar y minusvalorar la capacidad de sus adversarios, lo que finalmente lo condujo al exilio y a la prematura muerte. El astuto tirano se lo llevó por delante, primero arrebatándole el poder, luego el prestigio, después su protagonismo en la historia y finalmente la vida.

¿A santo de qué viene todo esto? Porque en estos últimos tiempos, por razones diversas, he escuchado pronunciar su nombre. La primera ocasión fue por algunos que se consideran sus epígonos, yo diría que para detrimento del pobre Trotski. Porque gentes que se dicen discípula o admiradora del “profeta”, pero que luego actúan desde la bilis, en vez de operar según el análisis materialista de la realidad, que es lo que hubiera hecho el maestro, ciertamente, son malos alumnos, por muchos años que lleven proclamándose seguidores del mismo. Que la ceguera los lleve a la situación de trenzar alianzas políticas con leguleyos semianalfabetos y chalados consumados, en vez de analizar y operar políticamente con los sectores más realistas y de trayectoria más sólida, los sitúa en muy mal lugar. Trotski, como Jesucristo, los hubiese expulsado del templo, en este caso de la “facción”.

La segunda ocasión en la que se mentó el nombre del “profeta”, fue en disputa política con un arribista de última hora, que recién salido del gobierno de turno, y tras quedarse huérfano de opción electoral, anda buscando echadero, o poltrona, para seguir ejerciendo, pero ahora desde la antípoda ideológica y política. Saltó del barco del neoliberalismo hace apenas un mes, y ya se abre hueco a codazos en la opción de ruptura con el modelo neoliberal. Y no es que se le niegue a nadie el derecho a cambiar de opinión, pero tales cambios tan oportunistas y virajes de 180º no hay que creérselos a la primera de cambio, so pena de pecar de ingenuo, o estúpido, que es quizá lo que piensan estos listos de todos los demás que no son como ellos. Y, en tal contexto, cuando se le dice que es una maniobra fea y poco creíble lo que está haciendo, de pronto, y no se sabe a cuenta de qué, saca de su bagaje ideológico la estigmatizadora frase acusatoria de que somos unos censores y autoritarios “trotskistas” que nos pensamos que estamos en el comité central. 


¡Con qué ligereza habla este hombre del gigante Lev Davídovich Bronstein! ¿Se habrá leído, si acaso, alguna vez, una obra de él? A mi me pareció más bien que era una acusación de esas que se aprenden en los cenáculos de la derecha de toda la vida, en donde lo más común es reproducir frases estereotipadas sobre la gente que no les gusta.

El trabajo que anhelamos y maldecimos

La relación que mantiene la sociedad actual con el trabajo es contradictoria y desesperante. Desde hace ya muchas décadas los avances en la tecnología de la producción tenían que haber conllevado una drástica reducción de la jornada laboral al menos a la mitad de horas. La sociología estimaba que para finales de los años sesenta, en los países desarrollados, la jornada laboral podía establecerse en 20 horas semanales. Luego vino la crisis financiera de 1971 y la energética de 1973, y la consecuencia casi inmediata fue ajustarle las tuercas a las asalariados. Se preparó así el asalto al estado por parte de los neoliberales, que consumaron con su llegada al poder en Gran Bretaña y los EE.UU. en 1979 y 1981.

Los avances en la robótica y la informática continúan. La producción de mercancías para el mercado mundial está robotizada de manera creciente y masiva. En EE.UU. desde 1900 a la actualidad la población dedicada a tareas agrícolas se redujo del 40% al actual 2%, lo que no obsta para que siga siendo la primera potencia agrícola en muchos productos, gracias a la aplicación de la automatización entre otras razones (química, etc). Y tras la segunda guerra mundial EE.UU. pasó de tener un 41% de población empleada en el sector industrial a tener hoy menos del 20%. La pérdida de población industrial está asociada también a las deslocalizaciones, pero sobre todo al efecto generado por el desarrollo de la robótica e informatización del proceso productivo, las nanotecnologías y biotecnología. Los datos norteamericanos son extrapolables al conjunto de países de la OCDE (http://www.oecd.org/centrodemexico/laocde/), y desde luego al conjunto de la UE. Estos procesos han impulsado la productividad en todos los sectores económicos a cotas estratosféricas. Cada año millones de trabajadores son expulsados del trabajo pero la productividad aumenta de forma exponencial. En EE.UU en 2004, mientras un millón de trabajadores abandonaron el mercado laboral, la productividad laboral aumentó un 4,7% (El fin del trabajo, J. Rifkin) En Gran Bretaña, en 1950 la hora de trabajo generaba una productividad media de 7,8 dólares, mientras que décadas después esa hora generaba 28,7 dólares (al valor de 1990). (A.Maddison, The World Economy. A Millennial Perspective). La estimación que hace Jeremy Rifkin para 2050, es que sólo se necesitará que trabaje el 5% de la población adulta para todo el sector industrial. “Las granjas, fábricas y oficinas casi sin personal serán la norma en todos los países”.

Los datos al respecto son fáciles de encontrar desagregados por países, regiones, continentes, etc. Todo nos lleva a la misma conclusión. Se produce mucho más con mucha menos mano de obra. La gente se pasa la vida yendo a trabajar, por lo general a ocupaciones que no le satisfacen ni le interesan, o bien se encuentran en el lado de los que no tienen trabajo, y se pasan la vida buscándolo para desempeñar oficios que sólo les interesa por el valor monetario que le reporta. Finalmente, entre ambos, o formando parte de los dos tipos, se encuentran los que tienen miedo a perder el trabajo o miedo a no encontrar un trabajo, viviendo en esa angustia vital la mayor parte de su vida.


Nos encontramos entonces en ese dilema de no querer trabajar cuando trabajas, y querer trabajar cuando no trabajas. De ninguna de las maneras nos encontramos desalienados. Hoy suena de loco decir que el trabajo no nos interesa, porque la situación se ha puesto tan dramática que hemos llegado al punto de ser completamente dóciles en este punto. Estamos dispuestos a coger lo que nos quieran dar, al precio que mejor les convenga. Por ello le daremos las gracias. Pero justo en ese momento ya comenzaremos a maldecir las penurias que el desempeño de ese trabajo nos produce. Agotamiento, repetición, estrés, cambio de humor, salario de miseria. En suma, insatisfacción. Paralelamente la productividad seguirá creciendo de manera imparable, y el trabajador contribuirá a ello, pero luego no recogerá los dividendos del esfuerzo. El capital lo devora. Engulle a sus peones y sale fortalecido después de cada panzada. Todo esfuerzo que aumenta la productividad se vuelve inmediatamente contra el trabajador que lo lleva a cabo. Los descubrimientos científicos-tecnológicos retornan como un bumerán contra los asalariados. Si no es porque el diablo no existe se podría pensar que está detrás de todo esto.

Los jueces salvapatrias

Por lo general, la carrera judicial es un coto restringido para el poder de clase. No son muchos los miembros que llegan a las altas magistr...