La segunda muerte de Jim Morrison




Entre toda la vorágine de noticias que nos aceleran el pulso como la guerra de los aranceles, las negociaciones de paz, o su simulación, en Ucrania, la expulsión de manera bárbara de migrantes y, la más sangrante de todas, la continuación del genocidio en Palestina, se me pasó por alto la muerte del actor Val Kilmer. Su fallecimiento me llevó a ver de nuevo la película de Oliver Stone, The Doors. Y la película me transportó directamente a la época en que en mi juventud descubrí, entre otros muchos grupos, a Los Doors, como decíamos por aquí. Que en realidad tendríamos que haber dicho Las Doors, pero, en fin, así era la cosa.

 

Me pareció que Val Kilmer hizo una muy buena interpretación de Jim Morrison. A gente más purista que yo y, también, más entendida en la materia, le leí en los años 90, cuando se estrenó la película, que Oliver Stone no era del todo fiel a la verdadera historia de Morrison. Pero bueno, para eso están los críticos de cine.

 

Al visionarla nuevamente no sentí que estuviese rememorando el deceso de Val Kilmer, sucedido en estos días, sino evocando el de Jim Morrison ocurrido en 1971. Para mí el personaje se había tragado a la persona de manera integral. Y si pienso en el rostro de Jim Morrison me viene más nítidamente el de Val Kilmer. Hasta ese punto Hollywood construye nuestros imaginarios.

 

Adquirí mi primer vinilo de Los Doors en 1979, se llamaba L.A. Woman. Aún lo tengo guardado en mi pequeña colección de elepés que ya no tengo opción de escuchar en ese formato. Logré reunir mil pesetas para comprarlo. No era fácil porque era estudiante con 17 o 18 años, normalmente sin dinero encima, o sólo con el justo para coger la guagua e ir al instituto, y a lo sumo algo más para intendencia holística.

 

Lo normal en aquel entonces era grabarse cintas de casete de discos que otros con más peculio y edad habían comprado. Pero en este caso, tras ahorrar durante unas semanas alcancé las mil pesetas y pude hacerme con el disco. Cuando le dije a los amigos que lo tenía en mi poder hicimos el plan. Éramos un grupo variable, pero al menos teníamos que ser tres, porque si bien el Lp costaba sobre las mil pelas, unos cigarros de maría salían por quinientas. Y un avispado entre nosotros había descubierto que, si éramos tres, bastaba poner 166 pesetas para alcanzar las 500 y poder hacer la compra. ¡Quién nos iba a decir a nosotros que unas décadas después nos iban a cambiar las 166 pesetas por un euro! Pero eso es otra historia.

 

Nos fuimos con el Lp y la maría, y comenzamos el ritual. Sentados en el suelo, sobre alfombras, pinchamos el disco en el plato. Primero oímos en bucle el último tema, Riders on the Storm. Después el disco completo por la cara A y la cara B varias veces. Y de alguna manera hacíamos nuestras todas aquellas ideas del manifiesto de Port Huron de comienzos de los años sesenta. Entonces los norteamericanos tenían buenas ideas. 

La segunda muerte de Jim Morrison

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